Una revista que en la portada de su último número proclama que
Artic Monkeys son "los nuevos reyes del rock" ... en fin, un titular así demuestra que en la edición española de
Rolling Stone, de rock, ni puta idea. O quizá es que su concepto de rock es diferente al mío. En cualquier caso, ganas de comprar la revista no me entran, no ... de hecho, ¿quién coño compra la
Rolling Stone?
Sin embargo, en su página web alberga una sección realmente cojonuda.
"El Sexódromo", obra de un sátiro calvo llamado
Luis Landeira. Los 6 mini-artículos sobre sus excursiones sexuales son entretenidísimos, pero de escoger uno, me quedo con este relato de la incursión en uno de esos templos del amor llamados peluquerías chinas. Por cierto, una cosa
lleva a la otra y doy con este interesante
blog sobre pelus asiáticas en BCN. Su autor parece todo un experto en la materia, así que si algún día me lanzo, seguiré sus consejos.
El Sexódromo: Masaje chino con final feliz
Metro Usera. El chinatown madrileño.
Un barrio donde viven 8.000 de los 50.000 chinos residentes en la
Comunidad, dueños de más de la mitad de los establecimientos de la zona.
Las calles están plagadas de templos taoístas, gimnasios chinos,
gestorías chinas, colegios chinos, librerías chinas… Pero lo que yo
busco es una peluquería china, y no precisamente para peinarme: se
rumorea que en las trastiendas de estos locales hacen masajes lúbricos. ¿Será verdad o sólo otra leyenda urbana, como esa que dice que en los restaurantes chinos cocinan a sus muertos? Para salir de dudas, entro en Jiang Li, la primera peluquería que veo. Un chino me pregunta: “¿Coltal?”. Contesto: “No, masaje”. “Aliba”, dice señalando una escalerilla de caracol. Me encomiendo a Buda y subo en espiral.
Arriba, una hermosa chinita me recibe con la proverbial cortesía que les caracteriza. Viste un quipao corto
y va más pintada que un jarrón de la dinastía Ming. Se presenta como
“Paula”, un nombre demasiado cristiano como para ser real. Entre
sonrisas y reverencias, me hace pasar a un sórdido cubículo: la
ventana está tapada con cartones y sólo hay una mugrienta camilla, una
silla de todo-a-cien y el típico póster de montañas y dragones. “Desnudal todo y tumbal bocabajo”, me espeta Paula. Mientras me quito la ropa, ella se ausenta. “Ahola vuelvo”, promete.
“Sus uñas, largas como las de Fu Manchú, provocan un estimulante cosquilleo”
Poco después, la masajista regresa armada con un bote de aceite
Johnson’s para niños. En tono agridulce, me informa de las tarifas: 15
euros media hora y 25, una. Elijo la primera opción y ella empieza a
masajearme. Sus dedos acarician mi espalda con suma delicadeza y sus
uñas, largas como las de Fu Manchú, me arañan levemente, provocándome un
estimulante cosquilleo. Donde mi espalda pierde su nombre, Paula se concentra en estimular nalgas y perineo con mano maestra. Tras unos minutos de magreo, me dice: “Dal
la vuelta”. Y me la doy. Mi erección no parece sorprenderla, aunque
inspecciona mi glande con ojos de entomóloga. Acto seguido, me acaricia
pecho, estómago y pubis, rodea mi pene, roza mis testículos… Cuando cree
que estoy lo suficientemente excitado, al fin, ofrece: “¿Quieres relax
por propina?”. La propina no es “la voluntad”, sino 25 euros (más los 15
del masaje básico). En fin, de perdidos al río Yangtsé. Paula se empapa
la mano en aceite y procede a efectuar el “relax”, meneando su diestra
mecánicamente, pero con sabiduría milenaria. Al finalizar, tiene el bonito detalle de limpiar mi entrepierna con una toallita húmeda.
Ahora que ya hay confianza, Paula me cuenta que tiene 24 primaveras y
empezó a hacer masajes “hace seis meses, cuando llegué de Shanghai”. Su
jornada laboral es maratoniana: “Sólo estoy yo, de lunes a domingo,
desde las 9 de la mañana hasta las 11 de la noche”. Sus clientes habituales son señores de entre 40 y 60 años en busca de alivio rápido.
Le pregunto si hace felaciones y me jura que no, que ella “sólo
masajes”, aunque sabe que en otras peluquerías sí practican trabajos
bucales. El reloj digital interrumpe nuestra charla con un “gong”
electrónico. Campana y se acabó. Me visto y nos despedimos a la
española, con un par de besos en las mejillas.
Bajo la escalerilla y le digo adiós al peluquero. Me mira raro y me
embarga la paranoia. ¿Será cierto que en ciertos establecimientos chinos
secuestran clientes para traficar con sus órganos? No pienso
comprobarlo. Aprieto el paso y me echo a la calle. Ya es de noche.
Camino deprisa entre ideogramas de neón y seres de ojos rasgados, rumbo a
la nave espacial que me sacará de este planeta amarillo. Metro Usera.